domingo, 28 de junio de 2015

Encuentros epifánicos en Nueva York

Los días de lluvia en Nueva York te dejan poco margen de maniobra. La lluvia aquí moja como en las el películas: desde el primer segundo. Los goterones que inundan el metro, se convierten en riachuelos que transportan la basura acumulada en las aceras en dirección al dowtown, como si ir  al Soho o a Nolita les hiciera menos basura y más fashion

Gracias a la lluvia te paras y pones orden entre los legajos que has ido acumulando de bares, museos y bibliotecas en los últimos días. Entonces te das cuenta (una vez más) de que conoces todo y nada de Nueva York al mismo tiempo. Y se da ahí un "encuentro epifánico" con una verdad que rumiabas en tu cabeza, gracias al ingente trabajo que Hollywood hace para exportar su no-cultura al mundo. Y de repente, cobra sentido que en melodramático El Diario de Noa, los protagonistas se empapen cuando se funden en el beso del reencuentro (y yo que pensaba que era una licencia literaria para dar más intensidad al momento). El encuentro epifánico yo lo defino como el cierre de un circulo compuesto por un no sé que, que qué sé yo que de pronto cobra un sentido total al toparse con su referente real (perdón por la deriva filosófica). Como cuando entiendes el proceso de derivar e integrar. Ahí hay un encuentro epifánico. En Nueva York se dan constantemente, tanto personales como universales. 

A veces hay que venir a encontrarse a una ciudad que está absolutamente perdida, que no es de nadie y no tiene nada, pero a la vez concentra todo lo que uno en su imaginación desea. Porque Nueva York es la ciudad del sueño americano, pero también la de los juguetes rotos de los que nadie habla. El de los "veteranos de guerra" que a penas tienen 25 años y piden en la calle; el del artista que toca en la calle desde hace cinco años, engañado por la fábula del sueño americano esperando que un buen día, un productor le de su tarjeta y le diga "Call me!"; o el de las bailarinas que se pasan horas y horas compitiendo entre ellas para lograr un puesto en una compañía, sin percatarse de que pronto sus cuerpos esculturales cambiarán y la lozanía de su juventud actual, llegado el momento, será sustituida por otra más lozana. 

Y mientras llevas días rumiando la idea de la dureza descarnada de esta ciudad maldita, llena de experiencias enlatadas y anabolizadas que te hacen creer que estás en un sueño, cuando en realidad estás en medio de la nada, tienes un encuentro con una verdad más universal de lo que tú mismo pensabas. Quizá la primera semana es un cúmulo de sentimientos encontrados, entre lo añoranza de lo dejado atrás y el ansia de conocer lo nuevo. La segunda todo se va taimando y comienzas a pararte y a observar, y superas ese espíritu de turista para intentar convertirte en un newyorker más en el tiempo que dure tu estancia.  Y ahí si se produce un choque de trenes entre la ensoñación de Hollywood y la realidad neoyorkina, porque comienzas a conocer gente: gatos de toda la vida de Nueva York o neoyorkinos de segunda generación; inmigrantes que llevan doce años persiguiendo su sueño y los recién llegados que rezuman ilusión. Y escuchas sus historias como la de que al menos un fin de semana al mes, hay que salir de la ciudad para no enloquecer y todo pierde ese glamour que creías que venía de serie con el pack de viaje. 

Poco a poco, todas estas ideas comienzan a ordenarse en tu cabeza en una dirección a la que no quieres dirigirte. ¿Cómo decir a los que están lejos, envidiándote aunque sea un poco, que ves cada día al menos un ataque de pánico y/o histeria en medio de la calle en gente que parece tan normal? ¿Cómo explicar que existe un racismo latente de negros hacia blancos que padeces en cada transacción diaria? (porque efectivamente, los trabajos más bajos en la cadena social, los hacen ellos. Y tengo contacto directo con esta realidad al comprar café, el lunch o el papel higiénico). Ni que decir tiene todas esas personas que te hablan afablemente no porque te conozcan o les caigas bien, sino porque buscan no perder la capacidad de habla y contacto humano que tan poco practican. Esto, señores, es Nueva York. También es Broadway, Times Square y el MET. Pero de eso ya se habla en las guías. Y en medio de todos pensamientos, te haces a la idea de que eres una persona negativa, de esas que ven la botella medio vacía. Y es ahí, cuando ya estas en el punto más bajo de tu deprimente pensamiento, cuando tienes un encuentro epifánico con E.B White y Elvira Lindo (he de confesar que con ella ya había tenido unos cuantos). A sus relatos les separan más de 60 años pero ambos cuentan lo mismo. Y entonces respiras tranquila y te alegras de no ser la única que ve los puntos negros de una sociedad que parece muy pulcra. Y las ideas empiezan a bullir como hacía tiempo que no lo hacían. Y entras en trepidación con ganas de escribir una entrada en el blog, que más que un post sobre un viaje, es una sesión de autoayuda para clarificar tus pensamientos y ver que tienen sentido. Por eso, lo próximo que escriba sobre esta ciudad será las cosas que he aprendido a través de los ojos de los que la han vivido. Porque, al igual que necesitamos que nos enseñen a leer y a escribir,  también necesitamos mentores que nos muestren las luces y las sombras de las ciudades. Y los únicos capaces de darnos un poco del alma de una ciudad, no son sus habitantes, que siempre hablan desde su boina más o menos enroscada, sino los artistas, verdaderos city-soul-hunters.  ¡Gracias!





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